Declive y añoranza de la minería, según Alejandro López Andrada, en 'El óxido del cielo' - ¡Zas! Madrid
Revisión de El óxido del cielo, en una reciente edición de Almuzara
El óxido del cielo. Declive y añoranza de la minería muestra la visión de Alejandro López Andrada sobre la desaparición del mundo rural y se convierte en esa crónica sobre las personas que conformaron la intrahistoria de una España deprimida
Una prolongada tradición conforma la historia de los pueblos del valle de Los Pedroches, esos lugares en blanco y negro que quedaron en la retina de la niñez y de la juventud de Alejandro López Andrada, ligados al recuerdo amargo de la emigración y el absoluto abandono de la tierra y que, con el paso del tiempo, confirman su valor documental y en la letra impresa se significan como la recuperación de esa memoria colectiva que iguala a estos con otros muchos pueblos de la España que vivió sucesos y acontecimientos semejantes y que, sin duda, el paso del tiempo ha legado en otra rica transmisión oral que incluye leyendas, canciones, consejas y patrañas.
Nuestra geografía está poblada de una tradición que autores como el cordobés López Andrada se atreven a presentar en forma de libro, textos que incluyen y proyectan imágenes tan visuales como poéticas y recuperan esos temas universales que se convierten en singulares de la mano de su autor, una particular visión de la naturaleza o el medio rural, de la memoria y del paso del tiempo, de la soledad y del aislamiento, de la muerte y del inequívoco olvido. El sentimiento de temporalidad ligado a la fugacidad, nos devuelve a un presente, instantáneo e inaprensible, nos deja esa huella que la memoria trata de perdurar, porque el recuerdo permite recuperar momentos efímeros en la medida en que con el paso de los años los hemos ido asumiendo, o cuando se quiere justificar y comprender esa media distancia una vez alcanzada la razón, cuando somos capaces de entender el valor que se le otorga a ese tiempo transcurrido, y solo justificado por ese lejano ayer.
La primera entrega de la trilogía, El viento derruido. La España rural que se desvanece (2017), ya compartía buena parte de un proceso que dibujaba la realidad de nuestra memoria, un hecho que Muñoz Molina calificaba de auténtica “elegía de la naturaleza y el tiempo”, un ensayo porque se reflexiona en torno a un mundo, casi desaparecido, el rural; una novela porque cuenta historias en las que se entrecruzan muchas vidas que se desarrollan de una manera múltiple; y en igual medida, se concreta en un manual poético porque su lenguaje se construye con metáforas, imágenes que se refuerzan con exquisitas comparaciones, y una sonoridad que tiene mucho de música; el poeta López Andrada engarza esas palabras que suenan; y al hilo, según Julio Llamazares, el libro se convierte en una auténtica crónica periodística, se nos relata buena parte de la vida contemporánea desde una exclusiva visión de la geografía de la comarca cordobesa.
La segunda entrega de la trilogía, Los últimos pastores. Los años de la niebla (2018), presupone una cultura popular que busca su lugar en el espacio cotidiano, con esa sencillez que otorga la verdad, porque buena parte de nuestra vida se desperdicia en esos detalles que nunca intentamos simplificar. Estas nuevas páginas se convierten en la crónica de un mundo perdido, en la curiosa mirada antropológica de una comarca, en un constante deseo de dejar constancia por escrito, y para siempre, de una sociedad del pasado, de aquellos días grises vividos durante una larga posguerra, y de la lucha diaria de la existencia de unos hombres y mujeres que vivieron en plena naturaleza. López Andrada traspasa con Los años de la niebla esa voluntad característica suya de escribir con absoluta honradez para, de una forma sensible y cabal, plasmar la realidad de su espacio geográfico, de su entorno tanto político como social, y dueño de una particular habilidad entregarnos lo mejor de su sabiduría y de sus conocimientos sobre el medio. Y es precisamente, con esos últimos pastores, los lugareños y campesinos, con los que el escritor entabla un diálogo continuo porque su convivencia ha sido constante durante años. Este libro reaviva sus recuerdos con la magia de una nueva palabra, indaga en la particularidad tanto de sus grandezas como de sus miserias, en la nimiedad de un cotidiano sobrevivir, y su prosa se traduce como ese juicio severísimo que transforma Los años de la niebla en un documento excepcional y nos otorga la visión de una auténtica labor de campo.
El escritor cordobés funde documento y narración en un solo proyecto y resuelve este testimonio en una auténtica muestra de la mejor ficción. El lector verá en estas páginas el mundo y la verdad de un pasado que va más allá de la mera anécdota para convertirse en un relato donde, con un acentuado tono épico y lírico, López Andrada ofrece lo mejor de su prosa.
Una nueva edición
El óxido del cielo. Declive y añoranza de la minería (2021), tercera y definitiva entrega, cierra la visión de Alejandro López Andrada sobre la desaparición del mundo rural y se convierte en esa crónica sobre los hombres y las mujeres que durante años conformaron la intrahistoria de una España deprimida, pero que en la década de los 70 empezaba a despertar.
La nueva edición, revisada, es una muestra más de esa doble vida que tienen los libros, la primera cuando originariamente iniciaron su singladura y años después, cuando vuelven a una actualidad que les otorgan las generaciones de lectores que descubren la magia que esconde un texto atemporal que repite su actualidad y vigencia como un auténtico tratado de antropología literaria que no prescribe y geográficamente encuentra su lugar en cualquier rincón de nuestro medio rural.
López Andrada ha aligerado, en esta ocasión, algunos de los capítulos que conformaban la primera entrega de El óxido del cielo (2009) y a favor de esas supresiones que, el lector contemporáneo no apreciará, subraya su aguda y preocupante visión sobre el declive y la añoranza de la minería en una zona que durante décadas supuso el sustento de muchas de las familias que conoció el autor.
Una vez más, el cordobés señala como sus libros pertenecen a aquellas personas que habitaron un mundo mágico que desapareció con su niñez, y como ese y no otro es el sentimiento de muchos de los que nos acercamos a esta especie de «trilogía de la tierra» que López Andrada pone en nuestras manos, acercándonos en ocasiones a una ancestral cultura que ha desaparecido silenciosamente ante nuestros ojos y de la que apenas queda el recuerdo de esa magia que encierra nuestra memoria. Sorprende en la prosa del narrador cordobés su capacidad para darle voz a la naturaleza, a lo más humano del medio ambiente, a los oficios desparecidos con lo vertiginoso del paso del tiempo, al fenómeno de la emigración, a las emocionadas imágenes recuperadas de las lavanderas a la caída de la tarde, de los pastores con sus rebaños, de los carboneros, verdaderos protagonistas de una vida tan sencilla como la existencia misma. Características que se extendían a su segunda entrega, Los años de la niebla, texto con el que intentaba romper la bruma de la historia para recuperar los días antiguos y cubrir el pasado. En El óxido del cielo la apuesta del cordobés va mucho más allá, condensa la expresión, alimenta la escritura con un ritmo casi lírico, apunta hacia una salvación absoluta a través de la palabra y recurre a la memoria cuando afirma, «pertenezco a un mundo rural que ya no existe y, aún así, persevero e indago en sus raíces con la idea de hallar las costras de su herida, las cicatrices borrosas de su alma» y así, su implicación en lo narrado es aún mayor porque además de los personajes que han ido apareciendo en sus páginas, Cecilio Burón, José Mesa, Carlos Plaza, Jorge el Pregonero, Tiburcio Pozo, Pablo el taxista, Paquillo el herrero cuya profesión cobra en este entrega un especial protagonismo, sobresale el niño Alejandro López Andrada y el recuerdo de las tardes de deberes en la tienda de su padre. Era aquella la época cuando las mulas sostenían el quehacer de las casas de campo, o cuando Julio, el de la Cuba, recorría los pueblos de los Pedroches llevando el agua, profesiones que merecen esa curiosa atención del narrador por desaparecidas y olvidadas, cuando los tractores y la maquinaria agrícola aparecieron hacia finales de los 60 y el agua llegó a los grifos de las casas de la comarca e hicieron desaparecer, definitivamente, ambos oficios.
El óxido del cielo es quizá la entrega más personal del cordobés, por sus páginas descubrimos al adolescente celebrando las victorias futbolísticas del Villanueva del Duque Club de Fútbol, o la referencia a las posteriores estancias en la Córdoba universitaria, sobreviviendo hoy a esas largas tardes de la infancia, admirando en la distancia, desde la Colina del Verdinal, las hermosas localidades de Hinojosa del Duque, Pozoblanco, Torrecampo, Villanueva del Duque, o Chillón, donde el óxido del cielo permanece aún en la memoria y tras la raya de poniente, en una nube rosada con forma de herradura, se forma una oportuna metáfora de aquel tiempo de carros humildes, de mulos, de labriegos regresando del campo al oscurecer. Yo pertenezco —afirma el narrador— a ese mundo y en las ruinas de sus símbolos reencuentro el espacio, el rincón de mis orígenes.
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