Raúl Fernández Vítores publica un nuevo ensayo filosófico: 'Tratado del primer engaño' - ¡Zas! Madrid

«El primer engaño es la institución sacrificial en sí misma»

Raúl Fernández Vítores (Madrid, 1962) es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad Complutense de Madrid, poeta y filósofo. Ha publicado una decena de poemarios, y entre sus obras teóricas destaca una tetralogía con los siguientes títulos: Teoría del residuo (1997) Sólo control (2002), Los espacios bárbaros (2007) y Tanatopolítica (2015). Obras filosóficas suyas son también Causa e identidad David Hume (1988), Maquiavelo: la política (1994), Sueños de bronce (1999) y Séneca en Auschwitz (2010). Acaba de publicar Tratado del primer engaño, en la editorial Confluencias.
En Tratado del primer engaño realizas un estudio de algunos libros, entre ellos, la Ilíada y la Odisea (que calificas como fundamento de la literatura occidental), las Lún Yu, el Purusha Sukta o el Enuma Eliš. ¿Qué une a todos estos textos tan distantes geográfica y culturalmente?
No es posible ignorar las fuentes griegas. Los griegos siempre están ahí. Pero el libro está construido en última instancia sobre el análisis de tres grandes obras fundamentales no griegas de la literatura universal; la primera es el Poema babilónico de la Creación, el Enuma Eliš, un texto cuyo origen cabe remontar hasta la primera mitad del segundo milenio; la segunda es un himno, el Himno rigvédico a Purusha, el Purusha Sukta, cuyo origen oral cabe situar en torno a la segunda mitad del segundo milenio; y la tercera, mucho más moderna, son las Analectas de Confucio, las Lún Yu, que fueron escritas en el siglo V a. C. por los discípulos de Confucio. Lo curioso es que estas tres grandes obras de la Antigüedad, pertenecientes a tradiciones culturales completamente distintas entre sí, (semítica, una; la otra, indoeuropea; y sínica, la tercera,) comparten una misma idea: la idea de que el fundamento de lo humano se encuentra en un sacrificio, en una violencia ritual que permite amortiguar hasta cierto punto otra violencia mucho más brutal y originaria. Y en las tres obras vemos que el sacrificio del que se habla remite siempre a la muerte de un igual. En las tres encontramos funcionando a pleno rendimiento el doble cuerpo de la suplantación. Dicho de otro modo: la víctima propiciatoria, que es la que hace posible la sociedad, es, en el fondo, yo mismo. Ella es yo, de forma vicaria. En este desplazamiento o proyección parece estar el principio de todas las aporías que se producen en el lenguaje. Y de esto trata el libro: del doble cuerpo de la suplantación sacrificial.
Tu libro defiende la tesis de que tanto la suplantación como el engaño están en el surgimiento del homo sapiens, en nuestro origen como especie inteligente. Así ha sido en toda la evolución humana. ¿Así continuará siendo?
Bueno, el primer engaño es un autoengaño colectivo. Es eso que hace posible la catarsis colectiva que permite soslayar el curso corriente de la violencia humana, que por lo demás es la propia de cualquier depredador. Somos depredadores. Comemos seres vivos y matados. Somos depredadores que hemos filtrado políticamente las violencias que podemos hacernos unos a otros. Sobre esta lenificación del asesinato se levantan las sociedades, esto es, los grandes grupos humanos, las diferentes culturas o las más pomposamente llamadas «civilizaciones». El otro sólo existe a costa de un tercero. Tal es la hipótesis que se mantiene a lo largo de todo el libro. La serie explicativa es: Fuerza-memoria-Temor-simpatía-Compasión. Un babuino tiene este tipo de pasiones. Siente temor porque tiene una memoria que le recuerda la violencia sufrida en carne propia mediante la fuerza del jefe. Y siente compasión porque tiene una cierta capacidad de simpatía, que le permite sentir los temores ajenos. Pero sólo cuando un pequeño grupo de primates dependiente de un jefe logra purgar o domesticar esas pasiones del temor y la compasión mediante un sacrificio, que es un asesinato colectivo, es cuando dicho grupo está en condiciones de hacer proliferar auténticas relaciones de Amor o complicidad y de poder convertirse en un grupo más grande. Luego, la propia selección natural se encargará de hacer prevalecer este tipo de grupos (más potentes) sobre los otros (más débiles). El libro sigue la lógica de la potencia.
El primer engaño es un autoengaño colectivo. Es eso que hace posible la catarsis colectiva que permite soslayar el curso corriente de la violencia humana, que por lo demás es la propia de cualquier depredador. Somos depredadores.

Tu libro, como ya has apuntado, está armado sobre la violencia sacrificial. Del sacrificio surgen, según tu tesis, todas las culturas. Dices en la página 217: «El algoritmo de lo humano no puede obviar del todo el derramamiento de sangre». De hecho continuamos. ¿Estamos condenados, para siempre, a ser unas bestias?
El primer engaño es la institución sacrificial en sí misma; el sacrificio de seres humanos, para ser más precisos. Doce son los vástagos de troyanos que Aquiles degüella al pie de la pira funeraria de su queridísimo y amado Patroclo. El relato (espeluznante en sí mismo) pertenece a la Ilíada, que, como todo el mundo sabe, es el primer poema de nuestra literatura, un texto fundamental de la cultura occidental. Somos hacedores antes que sabios, habilis antes que sapiens, poetas antes que filósofos. Esto quiere decir que necesariamente hacemos muchas cosas cuyos efectos necesarios en principio desconocemos. Somos más pragmáticos que teóricos. Los mitos efectivamente son relatos fantásticos, proyecciones humanas; pero son proyecciones y fantasías humanas que permiten que permanezcamos juntos, unidos unos a otros, son religiones en el sentido que da Lactancio al término «religión», como derivado de religare. En todo mito hay un núcleo que preserva la memoria de las pericias sin las cuales el homo sapiens no podría sobrevivir. Y estas pericias son habilidades fijadas en el tiempo por el uso, antes que técnicas transmitidas mediante ciencias.
La filosofía históricamente nace en Grecia. Como apuntas en el libro; «es entre los siglos octavo y cuarto antes de Jesucristo donde y cuando se configura de una vez por todas esa forma de pensar llamada filosofía». La filosofía supone que el combate, la lucha física, pasa al espacio de la palabra, al ágora. En la erística, la sofística, la retórica ¿está el comienzo de la política?
Podría decirse que el Tratado «trata» del fundamento antropológico de la ley, pero sobre todo trata de la interferencia que se puede producir entre la fuerza de la ley y el saber. En el libro hay una nueva reflexión sobre la relación existente entre la política y la filosofía, y lo verdaderamente novedoso del libro es que en él se aborda dicha relación desde la hipótesis del sacrificio. Suele decirse que la filosofía es un saber de segundo grado, una reflexión sobre la ciencia, y lo es. Pero la filosofía es, en su origen, una criatura compleja que está fuertemente ligada a la dialéctica, al arte de la palabra. La filosofía debe mucho a las prácticas erísticas de discusión desarrolladas en los espacios públicos de las ciudades griegas antiguas, especialmente en el mercado o ágora, donde los ciudadanos enfrentaban sus intereses; y también debe gran parte de su ser a la retórica, que proliferaba ante los tribunales de justicia y en las asambleas políticas. Por este motivo afirmo que la filosofía nace en un ambiente sofisticado, porque nace en el mundo de los sofistas. Se levanta contra los sofistas, pero toma de ellos todas sus herramientas. Como la retórica, desde su mismo nacimiento la filosofía está íntimamente asociada a la escritura, a la expresión gráfica del pensamiento, y, como la retórica, tiene una insoslayable vocación política. La filosofía no quiere abandonar la ciudad, la pólis. No busca el éxtasis dionisíaco, la pérdida en el laberinto que nos sacará de la ciudad hacia el monte Citerón donde aguardan las ménades danzantes, ni se complace en la provocación cínica. La embriaguez y el cinismo son dos formas de salvajismo o abandono del civismo que nada tienen de filosóficas. Pero es que, por el otro lado, por el lado de la ley, tampoco puede decirse que la filosofía sea una nueva religión, una religión reformada o puritana, como pudo ser en su momento la de los órficos, que proponían una alternativa religiosa más «civilizada» o menos sangrienta y sacrificial que la profesada por el común de los ciudadanos griegos en sus pólis. Pero es que aún hay más: en este mismo y último sentido, dentro de la ley, tampoco puede decirse que la filosofía sea una suerte de ascetismo sectario al modo pitagórico. El filósofo no se conforma con ser un simple mediador sectario, un pontífice que engañaría a la mayoría e ilustraría a unos pocos. (Acusmáticos y matemáticos en la secta pitagórica.) El filósofo aspira a que la ciencia de todos, también del esclavo de Menón, articule la totalidad de la vida pública. Y es aquí donde se inserta el problema que se platea en el libro, que no es otro que el de los fundamentos de nuestra vida en común en relación con el saber.
En el libro hay una nueva reflexión sobre la relación existente entre la política y la filosofía, y lo verdaderamente novedoso, es que en él se aborda dicha relación desde la hipótesis del sacrificio.
En la página 59, escribes: «Los humanos pueden saber, pero no pueden saberlo todo. Siempre hay un punto ciego en lo humano, lo cual revela en cierto modo una fatalidad: la necesidad que el ser humano tiene de autoengaño. Es como si sólo pudiese existir a costa de no ver».
Si no existe el deseo, carece de sentido la prohibición. No matar es, sin embargo, un precepto. En la tradición judeocristiana, es el quinto mandamiento. Todo esto estaba ya en Sigmund Freud. De forma explícita, en sus Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. Lo que tal vez mi libro pueda aportar al texto freudiano de 1915 quizá sea una preocupación por la dimensión filosófica de tales consideraciones. «Nuestro intelecto —decía Freud entonces— sólo puede trabajar correctamente cuando se encuentra sustraído a la acción de intensos impulsos emocionales». Y en este punto se precipitan, como un torrente, todas las preguntas. ¿Cómo afecta la verdad a ese acto de sustitución que representa la víctima propiciatoria? ¿Es posible la catarsis si el sacrificante sabe (y siente) en todo momento que la víctima no es él? Y de no ser esto posible, ¿cómo afecta este conocimiento a la propia filosofía, que en su origen es producto de un deseo frustrado de intervención política? Otrora en mi juventud, viene a decir Platón, el primer filósofo, en su famosa Carta VIIª, yo sentía lo que sienten tantos jóvenes: tenía la intención de, en cuanto pudiese disponer de mí mismo, dedicarme a la política, a los asuntos públicos de la ciudad, a «lo público de la ciudad», dice literalmente. Pero muy pronto descubre el joven Platón el inestable suelo de la confrontación política, el mundo de las opiniones enfrentadas, la corrupción, y ve cómo su maestro Sócrates es condenado a beber la cicuta por las mismas leyes que el propio Sócrates había defendido durante toda su vida. Siente entonces el «vértigo» de la política. Y ya viejo, en la referida carta, dice más o menos lo siguiente: me vi obligado a afirmar, en alabanza a la correcta «filosofía» (utiliza el término), que todas las ciudades actuales tienen sin excepción malas políticas y que, en efecto, lo referente a sus leyes es casi incurable sin una «preparación» extraordinaria y algo de fortuna. El empeño político acompaña a Platón a lo largo de toda su vida. Hace tres viajes a Siracusa con la intención de realizar en esa ciudad siciliana su proyecto político. El último diálogo platónico se titula, precisamente, Las leyes. No es el diálogo más bello (desde un punto de vista literario) pero en él encontramos el esbozo más acabado de lo que podría ser una constitución platónica para una ciudad ideal. Y, además, el llamado «mito de la caverna» no termina con la conversión del cavernícola en sabio, con el descubrimiento del mundo verdadero. Platón prescribe la vuelta del sabio al mundo de las sombras. ¿Para qué? Para liberar a sus antiguos compañeros. He aquí la política del filósofo: la educación universal. Y el filósofo es consciente del riesgo que esto supone. Sabe que los liberados lo primero que intentarán hacer es matarlo a él. He aquí el problema. El saber de las sujeciones desata la violencia. Tal es la tragedia.
El epílogo del Tratado del primer engaño es el relato de Franz Kafka Ante la ley, un texto de la contemporaneidad. ¿Por qué has elegido este cuento?
Porque este cuento expresa magistralmente la aporía de lo humano. La aporía está en el lenguaje, en la lógica de clases, y se expresa con su cópula más universal, ya sea ésta inclusiva o bien de pertenencia. Epiménides el cretense dice «todos los cretenses son mentirosos». He aquí una enunciación aporética. Si dice la verdad, Epiménides miente, porque es cretense; y si lo que dice es mentira, entonces existe al menos un cretense que no miente o que dice la verdad. Un cretense no es mentiroso si y solamente si un cretense es mentiroso. Podemos evitar esta paradoja distinguiendo entre propiedad o clase y conjunto, que sería una clase o propiedad sujeta (mediante cópula) a otra clase o propiedad diferente de ella misma. Tal distinción hace inteligible lo siguiente: la clase universal, la totalidad no puede ser un conjunto, el todo, porque no existe ninguna otra clase que la contenga o a la que pueda pertenecer. Dicho de otro modo: no existe ninguna clase más amplia o de mayor rango que la totalidad. Es decir: nada puede decirse de la totalidad salvo que es total, ella misma, clase propia. No es otra cosa lo que dice Platón cuando afirma que la idea del bien está «allende la esencia», más allá de la esencia. Tenemos, pues, que el derecho positivo aparece como el producto de una mentira sobre la naturaleza, es decir, como el producto de un rito sustitutorio que permite la catarsis colectiva de primitivos impulsos emocionales. Y, a la vez, tenemos que la eficacia de las leyes parece derivarse precisamente de la capacidad para mantener en el tiempo ese engaño. La fuerza de la ley es el temor y la esperanza ante la ley. Esto es lo que nos cuenta Kafka. Un hombre del campo llega hasta un portero que está ante la ley. El hombre ruega al portero la entrada en la ley. Y éste no se la niega, sólo le dice que en ese instante no puede permitirle la entrada. Ahora no, le dice. El hombre espera y luego, pasado un tiempo prudencial, repite su ruego. Y obtiene similar contestación. Y el proceso se repite, una y otra vez, a lo largo de los días y años y de casi la totalidad de la vida de quien ruega. Y cuando el hombre del campo es ya muy viejo y está a punto de morir le dice al portero: «Todos se esfuerzan por la ley, ¿cómo es que en tantos años nadie más que yo ha pedido el ingreso?» Y entonces el portero le contesta: «Aquí nadie más podría obtener el ingreso, porque este acceso estaba destinado sólo a ti. Ahora voy y lo cierro.» Fin de la parábola. Queda expuesta la aporía. La filosofía es en cierto modo, como se ha dicho, hija de la política; pero parece ser que al final hay que reconocer que ambas, política y filosofía, se excluyen mutuamente en un vergonzante complejo edípico. La filosofía busca la comprensión sub specie aeternitatis, que diría Spinoza, bajo la especie de la eternidad, desde la ciencia o incluso lo absoluto; mientras que la política actúa básicamente sub specie ignorantiae, bajo la especie de la ignorancia, dentro del mundo pasional, en el más acá de la ley, antes de cruzar su umbral. Toda relación política es una relación de sujeción; de sometimiento, pues, a un jefe o a la ley, o a ambos a la vez. Veneno son, en el límite, la una para la otra. La política y la filosofía, veneno mutuo. Y éste es el problema que se plantea en el libro desde la hipótesis del sacrificio. El sacrificio permite comprender la constitución de los grandes grupos humanos siguiendo la lógica del poder, de la potencia, exclusivamente. Pero esta lógica parece implicar necesariamente la no comprensión del fundamento del poder por parte de todos.
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