El jueves 19 de noviembre se presentó el libro de relatos Animales que no se pueden acariciar, de Javier Quevedo
Julio Jurado realizó una honda y certera crítica del libro calificando Animales que no se pueden acariciar (publicado en la editorial Pepitas de Calabaza) de «admirable» y a su autor de «vampiro». Escritor también y conocedor de lo que se cuece actualmente en el mundillo, Jurado declaró que en estos textos está «el hecho literario en su mejor expresión. Sin ataduras banales. Porque no se trata de juntar palabras y formar una historia de historias y elaborar un libro que nos deleite», distanciándolo, ya en principio, de la masa amorfa de muchos títulos que actualmente se publican y «de toda esa narrativa insuficiente que adormece, poco asistida de obras literarias y de grandes maestros».
El escritor Julio Jurado, presentando el libro «Animales que no se pueden acariciar», junto al autor, Javier Quevedo Arcos, en Cervantes y Compañía.
Relatos espléndidos y dispares
La diversidad de los once cuentos que componen el libro de Javier Quevedo Arcos tanto en la idea generatriz (estructura, exposición, fisonomía…) como en los temas de los cuentos, fue igualmente resaltada: «Algunos de los relatos parecen haberse recogido de una tradición humanista y de esa condición reflexiva que la caracteriza siempre; como El mono pelón, un cuento para leerse en grupo al calor de una hoguera y completamente desnudos, cosa esta que facilitará sin duda el contacto humano que provocará su lectura. O también de esas otras fuentes antiguas y orales que hemos heredado, como su relato El puente de los Tropiezos, que habría pasado como una de las leyendas recogidas por Lafcadio Hearn en cualquiera de sus antologías del cuento japonés, si no fuera porque el cuento de Javier Quevedo se desarrolla en Pekín. Qué más le hubiera dado elegir Tokio en lugar de Pekín y así facilitarme la cita. Otros relatos han nacido de un empeño clásico, sepiado fotográfico, estampas vitales quizá autobiográficas, y que se funden inevitablemente con la ficción. Aquí mencionaré dos cuentos: Amok en Berna, que nos avisa de un modo impertinente, que las desigualdades sociales se convierten con facilidad en odio, en xenofobia, en este escéptico mundo tan próspero y avanzado, pero no para todos. Y Ruby, Ruby, excelente relato en el que unos amigos se cuentan sus mejores hazañas amorosas, y nuestro protagonista —estudiante de filosofía para mayor escarnio del artista—, les relata sus andanzas por ese París de cafés y tertulias donde es fácil enamorarse para acabar buscándose, así mismo de nuevo, en otro puñado de fotografías… Y es ahí, en los márgenes —en esos arenales que ha sacudido inexorable la tormenta—, el territorio en el que nos vamos a encontrar con prodigiosos textos que apuestan por lo paradójico (esa carencia de sentido que tiene la vida y la existencia), o lo delirante (algo que no está sujeto a la razón), como el relato El Eremita, en donde la necedad y la hipocresía, que atenaza con mano dura a una sociedad enferma de sí misma, se hace aquí más que evidente. O también, La mujer sin cabeza, relato que perturbará a más de uno, quizá a unos cuantos, y que participa de alguna forma de ese sueño romántico de un Prometeo moderno, y así penetrar (me refiero al narrador de esta historia) en ese alma oscura de una mujer todo cuerpo, sólo cuerpo».
Para terminar con su adhesión inquebrantable a una nueva condición humana denominada «fricassismo»: «Yo quiero ser fricassista. Lo necesito. ¿Y qué es el Fricassismo? El Fricassismo es el secreto mejor guardado y no puedo desvelarlo. Tienen que leer el relato Londres para poetas solterospara iniciarse en el Fricassismo, en lo inesperado, en lo impensado, algo que van a encontrar con seguridad en sus páginas; y así contrarrestar en buena medida la tristeza y la monotonía de nuestra vida diaria. Yo vivo, desde que leí por primera vez este relato, con la esperanza de encontrar uno de esos lugares fricassistas repartidos por todo el mundo. Os aseguro que merece la pena».
Javier Quevedo Arcos, en la presentación de su libro «Animales que no se pueden acariciar».
Todos podemos narrar bien
Por su parte, Javier Quevedo Arcos manifestó su atracción por los cuentos, en detrimento de la novela, y su defensa de la universalidad de la potencia creadora o, al menos, narrativa del ser humano: «Gente más sabia que yo lo ha dejado escrito en algún sitio: lo que de verdad nos distingue de los otros animales, más que la razón o el lenguaje (de cuyo uso se pueden encontrar rudimentos en bastantes especies, incluidos algunos diputados), es que el hombre es un animal que cuenta historias… Lo escriba Henry James o Saturnino Calleja, en cada narración sentimos la proximidad de la voz que cuenta, cosa que no sucede con la novela, ni siquiera con las más coloquiales, que tarde o temprano terminan impostando la voz para convertirla en un discurso de sobrehumana sabiduría… Si los talleres de escritura tienen algún sentido, no es el de enseñarnos a narrar, sino el de recordarnos lo buenos narradores que siempre hemos sido y el de ayudarnos a recuperar ese talento, como ayudó Platón al esclavo a recordar toda la geometría que sabía sin saberla.El cuento es además el género más democrático que existe por otro motivo: el tiempo.
Contaba Walter Benjamin que, durante la Revolución francesa, los revolucionarios disparaban a los relojes de las torres. Querían parar el tiempo, querían matarlo, pero no en sentido figurado, como hacemos nosotros cuando nos aburrimos, sino de una vez por todas, como los buenos poemas. El “detente, instante, eres tan hermoso” de Goethe, pero en plan bestia, con fusiles. No otra cosa persigue el escritor de cuentos: matar el tiempo, o detenerlo por lo menos como Josué, hasta que acabe la batalla. El tiempo de los cuentos es el de un instante, no importa el lapso real que transcurra en su interior, años enteros, da igual, porque para el lector el tiempo del relato será siempre un instante. Un instante frágil pero tozudamente independiente, que mantiene su identidad, aislado de la corriente del tiempo por pura tensión superficial, por cohesión molecular como la gota de agua».
Asistentes en la presentación de ‘Animales que no se pueden acariciar’, en Cervantes y Compañía.
El cuentista lo deja todo perdido de agujeros
La descripción que realiza Javier Quevedo de lo que para él es la «realidad» —descripción tan alejada de lo comúnmente admitido— resulta altamente aclaratoria para comprender el sentido de su literatura: «El cuento se ocupa de la vida de verdad, la de todos los días, donde lo que importa no es el sentido de la existencia o la salvación del alma, sino cómo escapar del bosque sin que el ogro o la ogresa de turno nos devore. O qué hacer si una mañana nos despertamos convertidos en escarabajos. O qué sucede si nos enamoramos de una mujer sin cabeza, no antes, sino justo después de que se la hayan cortado. Es decir, cuestiones candentes, que nos afectan a todos de cerca porque tienen que ver con la manera como gestionamos el desamparo, el deseo, lo imprevisto en suma… Frente al resacón de las novelas, la lectura de cuentos nos deja más ligeros, más precarios y vulnerables también, más o menos como pueda sentirse un periquito recién escapado de la jaula. Como es sabido, muchos periquitos terminan regresando a la jaula por sus propias alas, pero ésa es otra historia.
Por eso digo que todos somos cuentistas, que el cuento es nuestro arte, el arte de todos nosotros, el de la gente de a pie, el de la fiel infantería que nunca llegará a ver a su Napoleón ni le importan demasiado las estrategias a largo plazo, la unidad de destino en lo universal. Una soldadesca descreída, impaciente y ruda, para quien el sentido de la vida es sólo un lema publicitario y la realidad, lo que queda cuando se terminan las historias… Sé que muchos de ustedes habrán pensado al entrar aquí: otro libro de cuentos. Quizás tengan razón, quién necesita más cuentos. Quizás hagan falta revoluciones francesas y guillotinas o grandes novelas épicas y narcotizantes. Pero a lo mejor, sólo a lo mejor, para los que desconfían de la épica, para los que piensan que todavía queda vida entre una apoteosis y un apocalipsis, un poco de vértigo y de imprevisto no estén de más. En cualquier caso, anden con ojo, el cuentista lo deja todo perdido de agujeros…».
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