En el centenario de una escritora clásica de la literatura norteamericana, Carson McCullers - ¡Zas! Madrid
La editorial Seix-Barral reedita la obra completa de Carson McCullers con motivo del centenario de su nacimiento
La colección de cuentos, La balada del café triste, con un prólogo de Paulina Flores y la novela Reflejos en un ojo dorado, con prólogo de Cristina García Morales y epílogo de Tennesse Williams, inauguran esta recuperación. Seguirán en marzo, Reloj sin manecillas, con prólogo de Jesús Carrasco y El aliento del cielo, la totalidad de sus cuentos, trece inéditos, y sus tres novelas cortas, Reflejos en un ojo dorado, La balada del café triste y Frankie y la boda, en edición de Rodrigo Fresán, quien escribe un revelador retrato sobre la vida y obra de Carson McCullers; y en junio la autobiografía, Iluminación y fulgor nocturno, y su primera novela, El corazón es un cazador solitario, con prólogo de Elvira Lindo, para terminar con El mudo y otros textos, una colección de ensayos sobre sus procesos de escritura, su temprana vocación, su pasión lectora o los pensamientos sobre literatura, con prólogo también de Rodrigo Fresán.
La soledad del Sur
Carson McCullers admirada y querida por contemporáneos como Tennessee Williamns, o menospreciada por Flanery O’Connor, Lilliam Hellman, Gore Vidal o Katherine Ann Porter, expresó como nadie la gran soledad de los pueblos del Sur de los Estados Unidos, y escribió que sus ciudades parecen estar soñando y forman parte de un mundo irreal. Escenarios que Carson McCullers describiría en su celebrado cuento, La balada del café triste (1951), que empieza: «El pueblo es de por sí lúgubre. No tiene gran cosa, aparte de la hilandería, las casas de habitaciones donde viven los obreros; unos cuantos melocotoneros, una iglesia con dos vidrieras de colores, y una miserable calle Mayor que no medirá más de cien metros. Los sábados acuden a él los granjeros de los alrededores para hacer sus compras y charlar un rato. Por lo demás, el pueblo es solitario, triste; un lugar perdido y olvidado del resto del mundo», y se muestra la perfecta dimensión de las cosas a través de una extraordinaria resonancia interna, la observación directa y sencilla de esa realidad vivida, un mundo tan desesperanzado como poético. Quizá hayan sido necesarios cincuenta años y más de una decena de estudios en torno a su agitada vida para redescubrir a esta niña-mujer —según Paul Bowles— y poder percibir esa naturaleza extranatural, que señalara Edith Sitwell, o su total entrega a la escritura, a la que se acomodarían todas las demás facetas de su existencia y de su personalidad, tan incorrecta como inadmisible, para descubrirla hoy en sus libros esa esencial obstinación por seguir escribiendo hasta el último día de su vida.
La niña Lula
Lula Carson Smith nació en Columbus, Georgia, una pequeña ciudad a orillas del río Chattahoochee, característica del Sur profundo que vivía del algodón. Los primeros años de la pequeña Lula transcurren en una casa del centro de la ciudad, a la sombra de la abuela Waters, «una vieja dama que olía a verbena y limón» que le dejaría una huella profunda; hasta que la anciana no muere los padres no se trasladan a una casa propia, modesta, que servirá de escenario para sus posteriores novelas. La música y la lectura ocupan los aburridos días en la pequeña ciudad, una vida banal que discurre entre la escuela y los anhelos de una joven por triunfar. Carson, que ya se ha decidido por adoptar su segundo nombre y que suena extrañamente masculino, sigue siendo una muchacha torpona, tímida, arisca y reservada que espera algo más de la vida y sueña con tener un destino.
Cuando cumplió quince años dos hechos determinarán el resto de su existencia: el regalo de su padre, una máquina de escribir con la que se divertirá contando historias, y una enfermedad que anunciaba ataques que la dejarían inválida. Alterna música y literatura y escribe con regularidad, pequeñas obritas de teatro que representan sus hermanos. En casa de Mary Tucker, su profesora de piano, conocerá a dos personas que determinarán, de igual modo, el resto de su vida: Edwin Peacock, su primer amigo adulto, un gran lector que ampliará su campo de lecturas, y a James Reeves McCullers, un joven encantador que Carson describiría como el hombre más hermoso que había visto en su vida, y sería adoptado por toda la familia Smith, especialmente por Marguerite, la madre. Socialmente ambos jóvenes eran muy distintos, aunque en su manera de ver el mundo y de afrontar sus respectivas existencias tenían muchas cosas en común, sobre todo su amor a la literatura. Desde este primer encuentro, se percibe una seducción recíproca que les llevaría a no separarse jamás desde 1935 a 1953, año de la muerte de Reeves.
Carson recae un año más tarde y los médicos se equivocan, una vez más, en el diagnóstico; es una joven débil que combate una angustiosa vida con su dedicación a la escritura, se encuentra en pleno proceso de producción, y metida en la tarea de redactar su primera novela, El corazón es un cazador solitario. Reeves abandonaba el ejército para reunirse con Carson en Nueva York; la joven ha continuado escribiendo y publica su primer relato, Wunderkind, en la revista Story, famosa por la calidad de sus textos. Reeves baraja la posibilidad de contraer matrimonio, naturalmente con Carson, y cuando llega a la estación de Columbus, a primeras horas del 20 de septiembre de 1937, sabe que no tiene dinero suficiente para seguir en su empeño, pero ese mismo día, en la casa de los Smith, en presencia de toda la familia y de Edwin Peacock, Carson y Reeves verán unidas sus vidas por un pastor baptista que los casa al mediodía.
Primeras obras
En abril de 1939, Carson concluye su novela que titula, inicialmente, El mudo, pero la editorial le pide que haga muchas correcciones a lo que ella se negaría; la única corrección aceptada, el título que cambió por El corazón es un cazador solitario; la novela se pondrá a la venta el 4 de junio de 1940 y convierte a su autora en la revelación literaria del año. La crítica comenta la precisión de su estilo, su conocimiento profundo de la soledad humana, su capacidad para interpretar el mundillo de una ciudad del Sur, con retratos y personajes de gran fuerza; una novela que dosifica lo trágico y lo humorístico, lo sentimental y lo político, la rebeldía y la pasión. La revista Harper’s Bazaar le ofrecerá publicar al año siguiente su segunda novela, Reflejos en un ojo dorado, en dos entregas, los meses de octubre y noviembre. La editorial Houghton Mufflin lo hará un año más tarde, en 1941, y Reflejos en un ojo dorado se convierte en su libro más provocador, más sólido, tenso y crudo, minucioso en la observación de la vida cotidiana y de la crueldad de las relaciones humanas.
Los símbolos en las obras de Carson McCullers fueron calificados de raros y morbosos, sus inclinaciones por lo anormal y lo deforme y sus preocupantes aficiones a lo perverso: el protagonista de El corazón… es mudo y el de Reflejos... es homosexual —muestra de impotencia y de incapacidad—, y motivaron escándalos, sobre todo, de índole moral más que literarios. Carson lejos de Nueva York, y de las polémicas de la novela, cae enferma a finales de febrero y a sus veinticuatro años se le diagnostica el primero de una serie de ataques cerebrales que acabarán por alterar el resto de su existencia. Vuelve a convivir con Reeves en Nueva York y visita por primera vez a Elizabeth Ames que dirige la Yaddo Artists’Colony, lugar donde los artistas se retiran a trabajar; allí pasará el verano trabajando en dos nuevos manuscritos: La balada del café triste y Frankie y la boda; se suceden las publicaciones de cuentos y escritos en Harper’s Bazaar, New Yorker, Vogue, Decisión.
En 1946 aparece el libro que, sobre todo en los Estados Unidos, más identifica a la escritora, Frankie y la boda, considerado su obra maestra; un relato claustrofóbico, sudista, una adolescente expresa su malestar vital y su total aislamiento. «Sucedió en aquel verano verde y revuelto en que Frankie cumplió los doce años. Aquel verano hacía mucho tiempo que Frankie no era miembro de nada: no pertenecía a ningún club ni pertenecía a nada en el mundo». Las alusiones musicales están muy presentes y desde la primera página, sabemos que los tres personajes principales, Frankie, Berenice y John Henry, «se pasan el día sentados alrededor de la mesa de la cocina, hablando siempre de las mismas cosas, repitiéndolas hasta el infinito, aunque durante aquel mes de agosto las palabras habían comenzado a rimar entre sí, produciendo una extraña música», una crítica del New York Times afirma «el lenguaje tiene la frescura, el encanto y la delicadeza de una niña sensible». Este mismo año conoce a otra de sus amistades de por vida, Tennessee Williams, a quien Carson visita en la isla de Nantucket, en Nueva Inglaterra, tras una elogiosa carta del joven dramaturgo que había leído Frankie y la boda, y ponderaba la obra de esta joven paisana del Sur; pasan parte del verano juntos y sobre este encuentro escribirá el dramaturgo años más tarde: «Desde que nos conocimos Carson, con su increíble comprensión de la vulnerabilidad de las personas, no demostró hacia mí sino esa afectuosa compasión que yo tanto necesitaba y que ella era capaz de dar con suma libertad, con una libertad inusitada dentro del mundillo literario». Tennessee le sugiere realizar una versión teatral de su novela y la joven sin experiencia alguna de teatro aprovechará los consejos de un profesional: al acabar el verano entregará a su agente la adaptación de su obra.
Nuevos proyectos
La editorial Houghton Mifflin publica, en edición de bolsillo, La balada del café triste y otros relatos, que incluye un inédito, «Un problema familiar”, una muestra incomparable del humor y la crueldad metódica de la autora sureña; las críticas son excelentes y cuando el libro se publica en el Reino Unido, el Times Literary Supplement, siempre reticente a su narrativa, sitúa a Carson McCullers en la primera línea de los jóvenes escritores norteamericanos, aunque el texto más elogioso aparecerá en The New Statesman and Nation, en el que se afirmaba: «Todos esperábamos que surgiese un talento norteamericano —de la talla de Faulkner, por ejemplo— que construyese sus propias estructuras imaginativas o intelectuales (…). Pues bien, Carson McCullers es un talento de esa clase y, a mi juicio, la novelista norteamericana más estimable de su generación (…) Es una típica autora del Sur profundo, pero su paisaje mental posee esa clásica y melancólica autoridad, esa indiferencia ante un conformismo que parece más europeo que norteamericano».
Adiós a Reeves
La mañana del 19 de noviembre de 1953, Reeves se suicida con una fuerte dosis de barbitúricos; Carson se encuentra en casa de la novelista Lilliam Smith, cuando le notifican la muerte de su marido. Cuando Reeves desaparece de la vida de la escritora, esta tiene treinta y seis años y con él acaba, no sólo, su juventud, sino una relación con el mundo que le resultará imposible y verá truncados proyectos disparatados como viajar a la India, vivir en una granja o mudarse al edificio Dakota; Carson debe asumir la diferencia entre “sentirse sola” y “estar sola”. A lo largo de los años siguientes, intenta no pasar demasiado tiempo en casa y viaja constantemente de Nyack a Nueva York y trabaja en la adaptación de La balada… y en Reloj sin manecillas. En el otoño de 1961 aparece Reloj sin manecillas, una novela sobre el Sur, se desarrolla en una pequeña ciudad donde se enfrentan un viejo juez sudista, su nieto, un muchacho negro que, curiosamente, tiene los ojos azules y se pregunta acerca de su eventual mestizaje, y un hombre que está a punto de morir, a los cuarenta años, de leucemia. Jamás se había ocupado la crítica tanto de un libro de Carson McCullers y aunque en Estados Unidos las opiniones estaban divididas, en Gran Bretaña las reseñas son extremadamente favorables, como la que publica el Times Literary Supplement: «Las novelas del Sur se adecuan de un modo especialmente intenso a nuestra época. Los problemas raciales que, natural e intrínsecamente, exploran nos conciernen a todos de un modo u otro, y el hecho de que sus autores cuenten con el favor del público puede tentarles a caer en el melodrama y la exageración. Carson McCullers evita tales excesos —y eso dice mucho en su favor—, presentando sutilmente las posturas morales y analizando las consecuencias psicológicas de esta desoladora situación. Ha conseguido escribir, gracias a su honestidad intelectual y a su habilidad técnica, un excelente y conmovedor libro que colma todas las esperanzas que despierta su reputación».
La autora escribirá poco a lo largo de 1962; el teatro será una de las principales preocupaciones durante 1963, terminará la adaptación de La balada… con el joven dramaturgo Edward Albee. A partir de 1964 sus días se vuelven cada vez más penosos: una neumonía en febrero la lleva de nuevo al hospital; en 1965 es operada de la cadera, que le hacía sufrir en exceso, aunque incansable, afirma: «Quiero ser capaz de escribir tanto en la enfermedad como en la salud pues, de hecho, mi salud depende casi completamente de mi posibilidad de escribir (…)». Aparentemente, 1967 es un año menos solitario que el anterior, pero el 15 de agosto sufre un nuevo ataque cerebral que le alcanza el costado derecho: es ingresada en el hospital de Nyack y tras cuarenta y siete días en coma, fallece a las nueve y media de la mañana del 29 de septiembre.
Mary Mercer, su médico y amiga durante los difíciles últimos años, ha escrito algo muy significativo acerca de esta singular mujer: «Carson no tenía edad, tan sólo unas ganas locas de seguir con vida. De vivir y escribir. De vivir para escribir. Eso es lo que yo quisiera que se apreciase y se recordase de ella: su inmenso y fundamental deseo de vivir. Quisiera que se evocase su humor, su sentido del juego, de la farsa. No sólo su deseo de vivir, sino también su alegría de vivir. Incluso sumida en la angustia, Carson conservaba su gusto por los chistes, mantenía erguido el gran escudo de su risa».
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