¿Por qué los españoles debemos recordar el 18 de julio de 1936? - ¡Zas! Madrid
El 18 de julio de 1936 suele ser mencionado como el día del “estallido de la guerra civil española”. No hay tal cosa. No fue un “estallido” sino el momento de un golpe llevado a cabo por militares, con el apoyo indisimulado del gran empresariado, los terratenientes y la Iglesia. Y la activa complicidad de las grandes potencias fascistas.
Si aquello se convirtió en una confrontación bélica es porque las organizaciones obreras y campesinas y los partidos de izquierda ejercieron la resistencia armada contra el avance de los golpistas. Lograron la derrota del movimiento sedicioso en Madrid, Barcelona y un gran número de ciudades y pueblos en toda la península. Lo hicieron pese a las vacilaciones y retrocesos que se produjeron entre los más conservadores del campo republicano. Allí no escaseaban quienes tenían más temor a la revolución que al fascismo.
Y justamente la resistencia se trocó en transformación revolucionaria, con amplia colectivización de la industria, el comercio y los transportes en las ciudades. En el campo dio lugar a comunas autónomas que abolían la propiedad privada. Por eso la llamada “guerra civil” también puede ser considerada como escenario de la revolución española. Las corrientes más radicalizadas en el campo republicano así la caracterizaron siempre.
De la contrarrevolución al genocidio
El golpe se dio con la finalidad de arrasar con todas las conquistas que, con avances y retrocesos, había instaurado la república a partir de su establecimiento en abril de 1931.
Las clases dominantes y las fuerzas de la reacción no soportaban los principales cambios producidos: Las reformas en el campo que restringían los derechos de los propietarios, el fortalecimiento de la combatividad y el poderío de los sindicatos obreros, urbanos y rurales. Tampoco las políticas que recortaban el poder de la Iglesia, la implantación de estatutos de autonomía, el avance de los derechos de las mujeres, la ampliación inusitada de la educación pública. Ni la reducción de prebendas de las fuerzas armadas.
Todas las vertientes del pensamiento retrógrado confluyeron en el alzamiento antirrepublicano, con los fascistas de Falange Española al frente. Y la colaboración activa de católicos integristas y monárquicos “tradicionalistas”. Proclamaban la lucha contra el marxismo y la “conspiración judeomasónica”. Y se proponían arrancar de raíz todo lo que oliera a socialismo, tuviese aspiraciones democráticas serias o no mantuviera una actitud reverencial frente a la religión católica y la Iglesia.
El modo en que se proponían cumplir con esas finalidades condujo hacia prácticas genocidas. No se conformaban con la supresión de los avances de la República. Querían “depurar” al conjunto social de lo que consideraban influencias nefastas sobre la sociedad española, que cuestionaban poderes y privilegios fundamentados en siglos de opresión.
Ninguna táctica de depuración podía ser tan eficaz como la muerte de los enemigos. Emprendieron el exterminio de todos aquellos que hubieran actuado en sindicatos, partidos de izquierda, la masonería, los nacionalismos regionales o hubieran sido funcionarios del Estado republicano.
Hicieron la guerra durante casi tres años, con utilización del modelo de deshumanización y exterminio desarrollado antes en el combate contra los marroquíes que resistían la dominación colonial hispánica. Al igual que los colonizados, los llamados “rojos” eran presentados como seres inferiores, que odiaban a la “civilización” que se les quería imponer.
Una furia singular se desplegó contra los maestros y maestras, a quienes se consideraba predicadores de ideas extrañas a las mejores tradiciones hispánicas. Que no eran otras que la Santa Inquisición, el absolutismo monárquico, el antisemitismo. Bases de una sociedad jerárquica en la que las “clases inferiores” estuvieran sujetas sin chistar al sometimiento y la explotación de los “superiores”, dueños del capital y la tierra.
Las mujeres fueron víctimas propiciatorias de enemigos pletóricos de misoginia. Todo tipo de represalias se desencadenaron sobre ellas, incluidas las violaciones y el escarnio público. Se les hizo pagar las “culpas” propias y las acusaciones contra sus padres, esposos e hijos.
Se prodigaron por miles los asesinatos, fuera mediante un tiro en la nuca o previa sentencia de tribunales militares en juicios amañados, sin verdadero derecho a la defensa. Quienes se salvaban de la ejecución fueron enviados a cárceles signadas por el hacinamiento, la falta de higiene, los trabajos forzados y el variado maltrato físico y psicológico.
Alguna vez Francisco Franco afirmó que estaba dispuesto a matar a media España con tal de imponer sus propósitos. Mató a muchísimos y acalló por medio del terror y la vigilancia constante a buena parte de quienes quedaron con vida.
Los privó de los derechos más elementales y hasta les arrebató a sus hijas e hijos, en una gigantesca operación de robo de niñas y niños. Les negó una tumba conocida a más de cien mil de sus víctimas, sujetos de entierros clandestinos en espacios sin nombre ni señales. Sus cuerpos son hasta hoy objeto de una búsqueda incesante. Y mantuvo en el destierro a quienes habían preservado sus vidas saliendo de España.
El esfuerzo de guerra para “librar a España del comunismo” fue la justificación inicial de las atrocidades de los sediciosos, que incluyeron el bombardeo de la población civil indefensa, como en Guernica y la “desbandá” entre Málaga y Almería.
Una vez cesados los combates y con el “Nuevo Estado” en posesión de todo el territorio, el encarcelamiento masivo y los asesinatos judiciales continuaron. Querían terminar la “redención” de España del “enemigo rojo” que, según ellos, la había corroído por dentro.
El alzamiento de julio de 1936 fue el portal de entrada al período más lúgubre de la historia española. A consecuencia de ese pronunciamiento el gobierno constitucional fue reemplazado por una dictadura que duró 40 años, asentada sobre masacres, prisiones y exilios.
La Segunda República española resultó asesinada mediante los métodos más inhumanos. La justicia histórica para esa barbarie sólo puede consistir en la supresión de la monarquía cuya “legitimidad” inicial proviene de la decisión de Franco de instaurarla.
Propiciar el advenimiento de la Tercera República constituye una apuesta por la recuperación plena de la memoria y la dignidad. Sostenerla en alto es un compromiso irrenunciable para quienes comparten los ideales de la democracia, la libertad y el cambio social profundo.
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