¿Qué esconde el rey emérito? Sobre las presuntas comisiones ilegales a Juan Carlos de Borbón - ¡Zas! Madrid
No es cierto que los hechos que se imputan a Juan Carlos no puedan ser juzgados ni investigados
La revista Forbes ha atribuido al monarca una cuantiosa fortuna con la que no contaba al acceder al trono
Si se sigue vedando al Parlamento el debate político de estos hechos, la exigencia de transparencia no hará sino crecer, y el cuestionamiento de Juan Carlos bien podría alcanzar, más temprano que tarde, al propio Felipe VI.
No lo ocultaré. Soy republicano. Mi abuelo Antonio, nacido en Granada, llevaba con orgullo en Argentina su carnet de republicano en el exilio, firmado por José Giral. También aprendí, de mi maestro Toni Domènech, que el republicanismo democrático es una filosofía política de la libertad, y que nadie es libre si tiene que pedir permiso a unos pocos privilegiados para subsistir dignamente. En ese rechazo del privilegio, de las prebendas odiosas, se fundamentan mis convicciones antimonárquicas. Unas convicciones que se han afirmado, en los últimos días, con las noticias publicadas por la prensa internacional sobre las presuntas comisiones ilegales al rey emérito Juan Carlos de Borbón.
En otras monarquías parlamentarias el debate sobre los gravísimos hechos atribuidos al exmonarca habría transcurrido de manera diferente. Pero no es el caso del Reino de España, en el que la dinastía borbónica ha gozado históricamente de inmunidades y privilegios que le han permitido ocultar desmanes varios e innumerables casos de corrupción. No haber pasado por revoluciones antiabsolutistas, como la inglesa de 1648 o la francesa de 1789, se nota. Y deber la propia restauración a un régimen como el franquista, cuya pesada sombra se proyecta en parte de la Constitución e incluso en el poder legislativo y judicial, también.
No cuesta imaginar el terremoto que hubiera supuesto en otros países la noticia de que un rey emérito habría recibido 100 millones de euros a cambios de favores de una dictadura.
No cuesta, en efecto, imaginar el terremoto que hubiera supuesto en Suecia, en Noruega o en el propio Reino Unido la noticia de que un rey emérito habría recibido 100 millones de euros a cambios de favores de una dictadura acusada de violar derechos humanos de manera sistemática. Tampoco es difícil conjeturar el escándalo que habría suscitado saber que ese dinero podría haberse destinado a operaciones de blanqueo, fiscalmente fraudulentas, o que podría haberse donado a una señora que ha denunciado ante la justicia británica amenazas y coacciones que podrían implicar al mismísimo Centro Nacional de Inteligencia.
But Spain is different. Y aquí el debate, por increíble que parezca, versa sobre la posibilidad de crear o no una Comisión parlamentaria para evaluar estas acusaciones con luces y taquígrafos y para que la opinión pública tenga información veraz sobre las mismas. El origen de este dislate tiene que ver con los propios privilegios jurídicos con los que se configuró la monarquía borbónica durante la Transición. El principal, una interpretación a todas luces desmedida de la inviolabilidad real establecida en el artículo 56.3 de la Constitución.
En estos días, este precepto ha sido invocado como una jaculatoria para sostener que aunque los hechos que se imputan a Juan Carlos de Borbón sean ciertos, no podría ser juzgado ni investigado por ellos. Lo impediría la inviolabilidad regia, que se prolongaría en el tiempo como una regla inalterable.
Ocurre, sin embargo, que esta interpretación no resiste un mínimo sentido común. De entrada, porque en una monarquía realmente parlamentaria, informada por el principio democrático y por la sujeción de todos los poderes públicos al ordenamiento jurídico, la inviolabilidad del rey solo puede aceptarse bajo una condición: que la responsabilidad política de sus actos como Jefe de Estado se traslade a quienes los refrendan, esto es, a los ministros o al propio Presidente de Gobierno.
Esta condición no es ociosa. Tiene —como bien han señalado los juristas José Antonio Martín Pallín y José Luis Martí— dos consecuencias. La primera, que el refrendo o la cobertura política, por así decirlo, de los actos del rey, solo se puede atribuir a aquellos directa o indirectamente vinculados al ejercicio de sus funciones. Solo tiene sentido, en efecto, trasladar la responsabilidad regia a otros representantes públicos cuando se esté ante actos en los que el rey representa al Estado, pero no así en caso de actos ajenos a esas funciones, mucho menos si son susceptibles de constituir delitos. Sería absurdo —ni siquiera el propio Tribunal Constitucional se ha atrevido a decirlo así— que si el rey roba dinero, agrede sexualmente a una mujer, o como es el caso, se ve implicado en cobro de comisiones o en operaciones de fraude fiscal, se presuma su irresponsabilidad y sus actos queden totalmente impunes.
Por otro lado, la inviolabilidad tampoco es eterna. Si el rey abdica, no hay razón alguna para no atribuirle los efectos de los actos que realiza, aun cuando estos hubieran comenzando en el momento en el que todavía era monarca. Esto es especialmente relevante en el supuesto de probables delitos fiscales como los denunciados por la prensa internacional. Si el rey blanqueó dinero o defraudó a Hacienda, aquellos actos que se iniciaron en el pasado siguen teniendo efectos en el presente y deberían poder ser investigados.
Que existe un claro interés público en que estas actuaciones del rey emérito sean conocidas y discutidas en sede parlamentaria puede parecer obvio. Pero debe ser explicado precisamente porque el propio sistema ha hecho lo posible para dificultarlo. Otro jurista, Javier Pérez Royo, señalaba hace unos días que cuanto más se levanta el secretismo en torno a ciertas conductas de Juan Carlos de Borbón, mejor se entienden muchas cosas: por qué abdicó, la manera en que lo hizo y la obsesión por intentar prolongar en el tiempo su inviolabilidad material, confiando su custodia al Tribunal Supremo.
Sin embargo, que se haya atribuido al Tribunal Supremo el juzgamiento de actos que afecten al ex monarca no debería excluir, en ningún caso, la investigación política, parlamentaria, de dichos actos. Que el rey sea penalmente inviolable no quiere decir que nos sea criticable. Por el contrario, el propio Tribunal de Estrasburgo ha amonestado en más de una ocasión al Reino de España por utilizar los delitos de injurias contra la Corona para cercenar la crítica a una institución que, al igual que otras, no puede quedar exenta del escrutinio público.
Si esto es así, también resulta evidente que la única manera de que la crítica pueda ejercerse con conocimiento de causa, es que sea informada. Eso quiere decir que aunque Juan Carlos I no fuera encontrado culpable penalmente, pongamos por caso, en Suiza o en el Reino Unido, eso no le daría derecho a mantenerlos en un ámbito puramente privado. Primero, porque la ciudadanía tiene derecho a saber lo que hacen sus representantes, comenzando por los que, no habiendo sido elegidos democráticamente, cuentan con una protección penal que resultaría inadmisible tratándose de otros cargos públicos. Segundo, porque estas acusaciones de enriquecimiento ilícito podrían no ser las únicas, si se tiene en cuenta las numerosas publicaciones –como la revista Forbes– que han atribuido al monarca una cuantiosa fortuna con la que no contaba al acceder al trono.
De momento, los servicios jurídicos del Congreso de los Diputados han informado negativamente todas las iniciativas parlamentarias destinadas a pedir información sobre la Casa Real o sobre actuaciones de la monarquía. Algunas de estas negativas han suscitado recursos frente al Tribunal Constitucional, que tampoco se ha atrevido a cerrar todas las vías de investigación, sobre todo tratándose del rey Emérito. Si las noticias que aparecen en los medios de comunicación se van confirmando y las causas sobre corrupción de Juan Carlos de Borbón se abren camino en otros países, no se entenderá que en España se sigan poniendo obstáculos a la investigación parlamentaria.
Exigir a la ciudadanía el cumplimiento de sus obligaciones legales, comenzando por las tributarias, y negarse a examinar la evidencia sobre graves acusaciones de corrupción que afectan a las magistraturas más altas, implicaría un serio debilitamiento de la democracia y de la legalidad que ninguna razón de Estado podría justificar.
En 2011, mientras salían a la luz los delitos por los que fue condenado su yerno, Iñaki Urdangarín, fue el propio Juan Carlos de Borbón quien en un discurso de Navidad exigió ejemplaridad a todos los representantes públicos, incluido él mismo. Hoy esta ejemplaridad, como ya ocurrió con otros miembros de la dinastía borbónica a lo largo del siglo XIX y XX, está severamente puesta en duda. Si se persiste en la ley del silencio, si se sigue vedando al Parlamento el debate político de estos hechos, la exigencia de transparencia no hará sino crecer, y el cuestionamiento del rey emérito bien podría alcanzar, más temprano que tarde, al propio Felipe VI.
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