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Sobre la angustia de la lectura - ¡Zas! Madrid
Quienes empezaron pronto a leer se sienten con ventaja, si leyeron bien y con provecho los libros que fueron descendiendo sobre sus avispados ojos de colores, enrojecidos por el sueño y una luz casi siempre escasa, preámbulo de gafas adolescentes con las que se ligaba más bien nada.
Libros y nombres que cayeron del cielo de una forma caótica, imprevisible, entre cachetes y miradas de soslayo por ser niños incongruentes, pues no hubo demasiada nobleza en los anaqueles de tantas familias, escenario gélido de clases subalternas que te permitían un compromiso barato, de kiosco de barrio, de tebeo de domingo y colecciones de clásicos desenterrados e imprevistos, que habían elegido otros y que descuidabas décadas después a merced de las termitas para hacer hueco a los siguientes.
Y aquellas bibliotecas municipales, poco o nada visitadas, censuradas sin saber aún el porqué de tal reprensión, y en las que un sargento de hierro con falda tobillera y olor a tierra de sequero, te encogía el ánimo con bromuro de faltas y deterioros que nunca jamás habrías consentido al favor de la estufa.
Tiempos que hoy se echan bastante de menos. La Literatura, en cualquiera de sus vertientes iluminadoras, se abordaba entonces en dosis pequeñas, en tragos contenidos por el azar de un viaje interior carente de prejuicios. La toxicidad de los libros te iba revistiendo el cuerpo de capas empañadas de sentido, y se liberaba dentro de uno el preludio del anhelado veneno, aquel que te iba a acompañar más tarde a pesar de presunciones y mareas, fenómenos irregulares de una naturaleza adulterada en la que se te obligaba, antes y ahora, a sostener la mano sobre la llama de una vela hasta que la carne empezaba a quemarse.
Luego, te sorprendes de todo lo que debe de ser leído y descubres que sabes que no sabes pero presumes de ello.
El amor por los libros es algo misterioso. Va dejando huellas, marcas inmateriales en ese frágil camino.
No es humano que los libros se vuelvan fetiches ni convertirse en uno de ellos. Suele ser muy doloroso para el artista verse después despojado al reconocer en el otro algo mucho más interesante o revelador o inusitado, que no habrías podido imaginarte porque nos gusta leer hasta en sueños.
¿Y el tiempo? Ese tiempo del que se dispone, o no, escaso siempre y que instruye para pensar en lo peor.
Lo peor de todo —la cima de la angustia— es preferir ese libro que se necesita para administrar nuestras agitaciones nerviosas entre tantas posibilidades inciertas.
¿Cómo elegir a ese autor de siglos ahora más cercano y cien veces editado o a aquel que pasa de puntillas por el mercado de abastos y que consideras quizá más relevante?
Y leer también, claro, a tus contemporáneos, eso sí, sin filtros adecuados y con visibilidad de fantasmas.
El sustantivo «filtro» empleado antes me lleva a pensar en limpiar algo de impurezas. El papel —y que se lo expliquen a la madera de los árboles—, puede ser un buen depurador pese a que la tinta se avergüenza fácilmente. Menos mal que tenemos a los recomendados. Las recomendaciones que nos hacen siempre son oportunas, pues ensalzan la confianza en el recomendado.
Si eres un escribidor del que aún no se ha garabateado la necrológica mereces un poco de aprecio. Grano de arena en una playa sinuosa, soberbia, en la que no siempre crecen suficientes árboles para desteñir el paisaje. El ritmo persuasivo de las olas le esconden, le sumergen en el inmenso mar de publicaciones que tratan de subir por los escaparates rocosos.
Una persona inteligente, si hace suficientemente bien su trabajo, se armará de nubes edificadoras de perseverancia, telarañas que le harán trepar por el acantilado proveído de trampas emocionales y anhelos de ser correspondido. Pero el acantilado es áspero y amortaja.
Y todo este espasmo de conjeturas para quejarme de la ignorancia que nos atrapa, de la imposibilidad de leer todos esos libros que quisiéramos, de acercarnos también a lo nuevo en detrimento de lo viejo. Qué angustia.
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