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Traspiés voluntarios reúne pensamientos, relatos, crónicas, fotografías, collages… ¿Cuál es el sentido de esta aformalidad?
Si se entiende por aforismo una sentencia aparentemente cerrada, comprendo tu resistencia a definir con este término tus reflexiones que, creo, transmiten más interrogantes que respuestas. ¿Debemos desconfiar del que sentencia, allá, en su prepotente lucidez?
Hay en tu libro continuas referencias a la condición actual de la escritura y del escritor. Especialmente, en contra de una literatura convencional y alienada. ¿Escribir igual que los demás es no escribir nada?
¿Interpelas al lector para buscar su complicidad o para inquietarlo?
En este libro, te reconoces deudor de Gómez de la Serna, ¿la greguería es lo que resiste más al descreimiento?
Larra, otro autor que te ha influido, ya mostró su tiempo como convulso, fragmentado, contradictorio y tremendamente desdichado. Parece que no avanzamos mucho…
Defiendes la ironía, y por extensión el sarcasmo, como figuras retóricas; pero desconfías del humor, ¿por qué?
¿Qué aportan a los textos tus fotografías y los collages de Emi Yagüe?
Traspiés voluntarios, de Julio Jurado
Entrevista a Julio Jurado, escritor
«Hay demasiados libros que no dejan ninguna huella de la que sacar algún provecho»
Julio Jurado (Madrid, 1958) es autor de los libros Andar por el aire y El bombardero azul, y algunas de sus narraciones se han recogido en las compilaciones Parábola de los talentos, Antología de relatos para empezar un siglo y La vida es un bar-VK. Acaba de publicar Traspiés voluntarios. Construcción o derribo de una conducta, en la editorial Adeshoras.
Traspiés voluntarios reúne pensamientos, relatos, crónicas, fotografías, collages… ¿Cuál es el sentido de esta aformalidad?
Traspiés voluntarios es un sinsentido como libro y con cierta premeditación ambiental. No me siento cómodo en las cosas que tienden a la perfección, estrechadas por la costumbre y con tendencia a la normalización. Como dice Ramón Gómez de la Serna yo «prefiero lo incompleto a lo perfecto», y en este libro en particular, la imperfección se sujeta en el caos como manifestación libresca.
Si se entiende por aforismo una sentencia aparentemente cerrada, comprendo tu resistencia a definir con este término tus reflexiones que, creo, transmiten más interrogantes que respuestas. ¿Debemos desconfiar del que sentencia, allá, en su prepotente lucidez?
Estoy bastante de acuerdo con tu apreciación y, de hecho, en el periodo en que se fueron estableciendo estos pensamientos o ideas o reflexiones ni siquiera se me había pasado por la cabeza crear un libro de aforismos, porque estos tienden a instruir más que a razonar o sugerir una posible conducta. Prefiero entender, o mejor cuestionar, nuestra propia dignidad al afrontar aquello que nos circunda. Mis “aforismos” no quieren (y no siempre lo consiguen) formular certezas; sólo quieren denunciar y denunciarse, apreciar otras posibilidades de “transformación” aunque se considere incorrecto por una mayoría.
Hay en tu libro continuas referencias a la condición actual de la escritura y del escritor. Especialmente, en contra de una literatura convencional y alienada. ¿Escribir igual que los demás es no escribir nada?
«Sería mejor hacerlo desde ese lugar impredecible…». Pero es una batalla perdida. Y yo diría que en la actualidad resulta hasta extravagante decir estas cosas. Nunca falta en nuestros currículos de solapa la palabra “escritor” cuando debería poner “escritor mediocre” aunque el editor no te deje reconocerlo. Siempre habrá honrosas excepciones, claro. Si quiero ser sincero con mis ideas, debo decir que hay demasiados libros que no dejan ninguna huella de la que sacar algún provecho. Libros que son puro entretenimiento, que no ocasionan desgastes meníngeos que te vuelvan improductivo, insatisfecho.
¿Interpelas al lector para buscar su complicidad o para inquietarlo?
Hay un poco de rebeldía del autor de Traspiés voluntarios al asumir estos textos escritos con verdadera emoción y sentimiento. Fue un proceso a corazón abierto en el que casi hago peligrar mi deseo de intervenir y perturbar, en cierta medida, a esta sociedad infame y poco deseable que tanto nos enamora. Pensar sobre esto y comprobar cómo soy y cómo somos, resulta siempre muy doloroso. Así que buscar en el lector cierta complicidad e incluso tratar de molestarlo se hizo más que necesario.
En este libro, te reconoces deudor de Gómez de la Serna, ¿la greguería es lo que resiste más al descreimiento?
La infidelidad a la tradición literaria (a la contemporánea mucho más) es algo que subyace en mis textos, como bien hizo el maestro, pero jamás me pondría al lado de don Ramón pese a que intente imitarlo. Él es un escritor grande y yo uno muy pequeño.
Larra, otro autor que te ha influido, ya mostró su tiempo como convulso, fragmentado, contradictorio y tremendamente desdichado. Parece que no avanzamos mucho…
No avanzamos nada. La desdicha y el desamparo social que sufre un porcentaje escandaloso de la sociedad, dos siglos más tarde, se mantiene muy viva, ahora con más Tecnología y menos Humanidades. Por eso me gusta hacer esas gacetillas imposibles, como yo las llamo; crónicas, artículos como los que hacía Larra (guardando las distancias otra vez) pero con un estilo propio.
Defiendes la ironía, y por extensión el sarcasmo, como figuras retóricas; pero desconfías del humor, ¿por qué?
El humor que observamos a nuestro alrededor y que se nos pega como una lapa o un mantra (hacemos chascarrillos, gracietas, influenciados por una sociedad espectacular que no requiere de inteligencia), suele ser poco o nada literario. Se ha asimilado tanto por el mercado que se ha convertido en especie normalizada. En cambio, la ironía y el sarcasmo, cuando aparecen en nuestros textos, provocan la necesidad de pensar. Ahí hay una agudeza especial que precisa de talento tanto en el autor como en el lector de sus textos.
¿Qué aportan a los textos tus fotografías y los collages de Emi Yagüe?
Espero que mucho. Por lo paradójico del objeto libro que ha sido elaborado y por la naturalidad con la que se han incorporado a un todo. Las fotografías, en su simpleza artística, esperan conmover y aportar un apoyo narrativo, con un premeditado carácter social, allí donde no llegan las palabras. Estamos sometidos a un mundo de imágenes plasmáticas. Cuánto añoro esos tiempos, que disfrutaron otros, en el que leías un buen libro y tenías que imaginarte el tiempo y el espacio en que se desarrollaba la historia. Ahora, la literatura suele ser cinematográfica, lo que no deja de ser una fotocopia, una reproducción carente de un mundo interior propio que no precisa de la experiencia. Se ha perdido ese posible esfuerzo que se necesita para transmitir de una manera nueva un lenguaje no influido por el dominio del pensamiento cotidiano.
Los collages de Emi Yagüe me estremecieron de tal forma en su proceso de creación (coincidió en el tiempo con la preparación de este libro), que no dudé en incorporarlos, con su complicidad, a la textura definitiva del mismo. A diferencia de mis fotografías, estos collages requieren de una mirada especial; la composición de cada uno de ellos no se deja manejar con facilidad; la fantasía y el deseo se confabulan en cada pieza por el despliegue de temas y formas y la riqueza espiritual que emana de ellos.
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