Annie Le Brun muestra cómo el afeamiento del mundo sirve para dominar la sociedad

En Lo que no tiene precio (ensayo publicado en la editorial Cabaret Voltaire, con traducción y prólogo de Lydia Vázquez Jiménez), Annie Le Brun expone el poder del capitalismo actual que nos empuja a olvidar lo esencial de la existencia: el enigma de la belleza, la diversidad y lo ilimitado de las pasiones, la singularidad de nuestra sensibilidad, nuestra libertad

En Lo que no tiene precio, Le Brun denuncia la belleza falseada del arte actual, basada en una estética de la mercantilización, dentro de lo que la autora denomina como «realismo globalista» —reproducido y extendido con ingentes inversiones—. Frente a ello, reivindica el ir al encuentro de todo aquello que no tiene precio, y expone los ejemplos de Rimbaud, Duchamp, Benjamin Péret, Reverdy o William Morris. Este último advirtió que la fealdad no es neutra, sino que actúa sobre las personas y deteriora su sensibilidad; recogiendo las palabras de Élisée Reclus, quien ya indicó en 1866: «Ahí donde se ha afeado el suelo, donde la poesía ha desaparecido por completo del lenguaje, las imaginaciones se apagan, los espíritus se empobrecen, la rutina y el servilismo se apoderan de las almas y las acomodan en el torpor y la muerte».

En palabras de Annie Le Brun, lo que no tiene precio es la guerra, una guerra que se desarrolla en todos los frentes: «¿Hasta cuándo consentiremos en no ver que la violencia del dinero persigue acabar con nuestro mundo sensible, para hacernos olvidar lo esencial, la búsqueda apasionada e indispensable de lo que no tiene precio?»; es una guerra feroz en «… donde la menor manifestación de lo que no tiene precio ha de ser neutralizada de inmediato, cuando no subvertida, pervertida o, simplemente, aniquilada».

Como explica Le Brun, este proceso comenzó en los años 80, pero eclosionó una década después, cuando el mundo de las finanzas, el mercado del lujo y el mercado del arte unieron fuerzas para imponer su modelo de belleza: «…la novedad del arte contemporáneo ya no reside en su propósito sino en sus protocolos, que convergen, en última instancia, para conectar cultura y finanza, hasta establecer la paridad implícita».

De tal forma, el artista actual de gran éxito es aquel que practica el «gigantismo» y acompaña sus obras de un «manual de instrucciones», como son los casos de Jeff Koons, Anish Kapoor o Damien Hirst. Y, en cuanto al artista novel, Le Brun alerta de que solamente formará parte del gran espectáculo si no se arriesga nunca y no se aleja «… de ese mundo donde todo tiene un precio».

Dentro de este mercado global, en donde todo está sujeto y la planicie excluye cualquier tipo de particularidad y rebeldía artística, la autora destaca la hipocresía de las fundaciones culturales creadas por grandes marcas y por multinacionales y empresas financieras, como es el caso de la Fundación Cartier que, por ejemplo, realizó la exposición «Belleza Congo», cuando su fortuna proviene en gran parte del dinero del apartheid. De tal manera, que al capital ya no le basta con exhibirse a través del arte, sino que también necesita vender solidaridad, dentro de su impresionante cinismo.

Aconsejable, sin duda, leer Lo que no tiene precio, de Annie Le Brun, para predisponernos a abrir los ojos, seamos artistas o no, en un ir en contra de lo impuesto que propugnaban los surrealistas, al margen de los que dominan el arte contemporáneo y que, por ende, transmutan el arte en mercancía y la mercancía en arte. Y, ante todo y sobre todo, no dejar de buscar todo aquello —belleza, especifidad, poesía, sueño, utopía, pasión— que no tiene precio.