Extremo centro - ¡Zas! Madrid
¿A qué tanto temor a la derecha extrema? Xenogenia, se dijo en su momento: inventar un enemigo, darle forma sin cesar. Cortinas de humo, monstruos del pantano que recompone una y otra vez el maquillaje de los guapos correctos que nos lideran. Los neonazis no pueden llegar porque sus hermanos ya están aquí, ocupando el centro, aunque travestidos de radicales minoritarios. Vivimos bajo un integrismo con rostro humano. Profundamente xenófobo, aunque empotrado en un progresismo desenfadado.
Una hipotética tercera guerra mundial, los malvados AMLO, Erdogan y Maduro, la perfidia de Putin, China y Xi Jinping… En un sinfín de cuestiones cruciales que atañen al papel moral de Occidente en este mundo multipolar que se abre a nuestras espaldas, derecha e izquierda dicen esencialmente lo mismo. Hasta en el controvertido tema de la inmigración todo el arco parlamentario europeo está de acuerdo en que es normal que millones de personas quieran escapar de sus países de mierda.
A veces parece que los temas minoritarios y la batalla cultural (la elección de género, la caza y los toros, el bienestar animal…) se han inventado para que izquierda y derecha puedan jugar a pelearse. En cuanto al sistema, en lo que atañe al desprecio democrático de los sucios pueblos de la tierra, izquierda y derecha cantan la misma canción, aunque con pequeñas diferencias tonales. En buena medida los temas que nos obsesionan en la supuesta batalla ideológica son sólo minucias para simular que nuestro cinismo no ha enterrado la lucha, la polémica y toda contradicción. Son trampantojos de una consensual violencia afelpada, un general odio sordo de fondo. Pocos como Baudrillard han tenido el valor de decirlo en voz alta, de ahí que se haya ganado un ostracismo silencioso y masivo.
La extrema derecha instituida sólo parece darle forma pintoresca y gritona, a la manera preventiva de un chivo expiatorio (como en lo es el fantasma vergonzante del franquismo), a un racismo multicolor que está radicalmente asumido en el progresismo sistémico español, europeo y estadounidense, esos «derechos humanos» que constituyen el eje demagógico del despotismo democrático. La socialdemocracia, el progresismo minoritario y demás instituciones humanitarias sólo externalizan culturalmente el supremacismo militar que Occidente ha de mantener en este mundo que hoy intenta cambiar. Las extractoras canadienses van por delante en Latinoamérica, devastando tierras, expulsando a los pueblos indígenas y envenenándoles el agua. También canadienses, las ONG van detrás, repartiendo asistencia psicológica y tiendas de campaña.
El capitalismo minoritario complementa al mayoritario, igual que la izquierda complementa a la derecha y Europa a los Estados Unidos. Las minorías parecen haber ocupado el lugar de la antigua superestructura burguesa para justificar la animadversión occidental hacia todo lo que quede de vida, incorrecta y popular, cerca de nosotros. Más de un intelectual judío ha reconocido que el sagrado Estado de Israel, una y otra vez de moda por su eficaz agresividad, utiliza la tolerancia hacia la marca LGTBIQ+ para amparar mejor una democrática hostilidad hacia la cultura «homofóbica» de los árabes. Algunas naciones demonizadas parecen sólo el epítome de lo que hemos abandonado y maltratado entre nosotros, los elegidos por el bienestar y la libertad. Y la satanización también funciona hacia dentro. Mientras la Francia de las banlieue arde, Macron baila con Elton John, que posee la bula papal de la homosexualidad.
En lo que atañe a la hipocresía democrática, la política española y europea es una copia de segundo grado de las estupideces que se han repetido en los laboratorios académicos del sectarismo estadounidense. Gracias a tal furia neo-puritana, las democracias parlamentarias han degenerado en una normativa persecutoria, una especie de totalitarismo disperso que prolonga los torpes ensayos de antaño. Las sonrisas inclusivas expresan, con el rostro más tranquilizador posible, la ofensiva implacable de una Biocracia que querría eternizar la hegemonía occidental. Somos los dignos herederos de intolerancias anteriores aunque, of course, con la fluidez de una cultura anglo libre de complejos. Que además, ya ha pedido perdón a los depauperados restos de sus pueblos nativos. La batalla aria que Occidente perdió en alemán ha de ganarla con la lengua coloreada de Obama, que también simuló pertenecer a una minoría.
Este fondo ontológico de desprecio («no binario», pues sólo le repugna la simple y común existencia) explica que vivamos en una cotidianidad de espanto. En ella se siente y se piensa en manada, guiados por el espectáculo de la información y la ciencia. Tras sus gestos predecibles, el prójimo se ha convertido en un misterio porque nadie (salvo honrosas excepciones) quiere despegarse ni un milímetro de la visibilidad. Se temen a unos márgenes donde sentimos que se cuece una inimaginable soledad o, peor, donde uno puede ser acusado de cualquier cosa.
Gracias a nuestro limpio ecologismo, las hogueras con las que hoy se castiga al disidente toman la forma, si el apestado es de los nuestros, de un silencio excluyente. Quien es cancelado se extinguirá limpiamente, sin oxígeno y fuera de campo.
La pantalla diversa de nuestra concentración es un reto para el pensamiento. También para la paciencia, pues mucha gente sencilla y de corazón ha de echarle humor para no sucumbir en cualquier salida precipitada. Un atrevido psicoanalista llegó a decir que tras los veganos espirituales que nos dirigen hay una especie de impoluto canibalismo. Como muestra el papel de la medicina puntera en nuestros sueños de tránsito, estamos dirigidos por mutantes que devoran carne humana, una antigua materia prima que ha de ser consumida en la radiante visibilidad. Tal vez por esta naturaleza vampírica, la laya descarada que gobierna el «primer mundo» puede permitirse el lujo de rechazar la carne animal. Devoran la linfa de una humanidad cada día más escuálida, aunque a la vez padezca conectividad mórbida.
¿Dónde se habrá escondido Sanders? ¿Y Mujica, Corbyn o M. Moore? Se echa de menos la humanidad de algunos viejecitos. Incluso la relativa dulzura de una Angela Merkel. No hay que perder la fe, la paciencia y el sentido del humor. Vamos a necesitar esas armas. Y alguna más. Que Dios nos las conserve.
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